Historia del Truco. Cuarenta naipes que son la vida

Historia del Truco. Cuarenta naipes que son la vida

El juego de salón favorito de los argentinos desde la Colonia a la juntada millennial. Breve racconto del entretenimiento, sin barreras, basado en la viveza y el engaño. No se agarre de los pelos, gaucho, no muy distinto del póker.

“El truco es memorioso como una fecha. Milongas de fogón y de pulpería, jaranas de velorio, bravatas del roquismo y tejedorismo, zafadurías de las casas de Junín y de su madrastra del Temple, son del comercio humano por él. El truco es buen cantor, máxime cuando gana o finge ganar: canta en la punta de las calles de nochecita, desde los bodegones con luz” lo definía el aún criollista Jorge Luis Borges en “El idioma de los argentinos” de 1928. Y sería un juego que daría más tela para cortar al escritor de “Ficciones” porque reaparece en el ensayo de “Evaristo Carriego” (1930) y, con su azar sistematizado, en “La lotería de Babilonia” (1941). Justamente en este último cuento retrata a una “Babilonia -que- no es otra cosa que un infinito juego de azares”. Como lo era Buenos Aires desde la época colonial, con la terrible inclinación al juego y el dinero rápido, pasando por las mesas de tertulias y pulperías con monedas y facones al aire, hasta el infaltable billar que dispone de una tabla con felpa para que las cartas abrieran un pequeño cielo, o cavaran el infierno, al grito de ¡quiero truco!.  “Cuarenta naipes quieren desplazar la vida”, admitía Borges, y entre bastos y reinas, entre cuatro de copas y espadas, lo mismo que Roberto Arlt, Homero Manzi y Julio Cortázar, encontraría identidad argentina.

“Vuestra merced sabe que este gentilhombre acaba de ganar ahora en esa casa de juego que está aquí frontera más de mil reales, y sabe Dios cómo, y haciéndome yo presente, jugué más de una suerte dudosa a su favor, contra todo aquello que me dictaba la conciencia” aparece en el don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes,  la novela un prodigio al ironía pero también al juego, presente en todas sus formas. Como bien decía Cortázar su éxito se debía a que respondía a una cuestión vital para el hombre, el juego. En ese pasaje de las andanzas del Famoso Hidalgo ya se registra en la España Conquistadora la presencia de los juegos de cartas y su danza de tahúres. Y que vendría a las Américas con todo su pasado árabe en mazo.

En este punto surge la divergencia ya que el juego, que se supone llegó desde Valencia a estas costas, tiene orígenes encontrados, al menos en su denominación. Una de las versiones, la más corriente, del truco o truque (en valenciano, truc), es que deriva del término árabe truk, y que fue inventado por los moros, quienes lo jugaban profusamente en las ocupadas Castilla y Galicia. Aquí surge un interesante acercamiento a parte del espíritu del juego, con mazos que ya reflejaban el mundo feudal, porque otros señalan que el truco deriva de la palabra árabe “truyuman”, que era aquel comerciante inescrupuloso, y que estafaba a sus clientes.  

Flor de Buenos Aires

La otra alternativa señala que deriva del latino truque, al fin truco, más relacionado con el trueque habitual del modo de vida medieval. Así surge la palabra envido, del verbo latino invitare (de “in vita”, entrar en su vida), que deriva en envidare. Esa “invitación” puede ser aceptada o no por el contrincante; si no, pasará al “trueque” (truco) directamente. En el juego, al ocultar el verdadero valor de los cartas, se está trucando. Aunque como bien señala Miguel Hernández es dable pensar que “que los cristianos de la Edad Media tenían resistencia a utilizar términos de origen árabe (como “truk”) y preferían bucear en orígenes más europeos y en palabras de origen latino”, en plena época de las Cruzadas – por cierto, el rey Alfonso XI prohibió jugar a los naipes a los cruzados, lo que da también la idea de que los naipes tendrían origen islámico, aunque otras versiones ubican sus remotos orígenes en China.

Sea como sea, estos juegos vinieron con los españoles, y donde prendieron más fuerte resultó en el Río de la Plata. Quizás por ser un paraje alejado de los centros de poder colonial, quizás por la inveterada apetencia mercantilista y de timba de los porteños, los juegos fueron un serio problema para los diversos gobernantes virreinales. Y en particular, los naipes. Una cédula del siglo XVIII encontraba que los excesos del juego de naipes, otra palabra que deriva del árabe, nahipi, perturbada “la tranquilidad de los pueblos”. Entonces los mazos se avenían escondidos en contrabando y conocimos a los famosos naiperos valencianos Climent, o los sevillanos Alfón.

Fue tal la fiebre en Buenos Aires por los naipes que también se importaban truchos de Chile, ya que no daba abasto la Real Fábrica de Macharabiaya. Tema de Estado para los primeros gobiernos patrios ya que se autorizó la fabricación a Manuel José Gandarillas y José María Posi, que se pueden considerar los primeros naiperos nacionales.  Aquella época a los café también se le decía casas de truco. Un asombrado inglés refería en 1825 que hasta los lecheritos, los jóvenes que repartían el vital elemento con la vaca casa a casa, solían perder el jornal en partidos a las cartas. Por aquella época Hilario Ascasubi hablaba de mesas que podían asustar al “mesmo diablo” al “calentarse trucando/ o al echarse en contraflor”. Sería en esa nacionalidad en ciernes que Borges se encuentra que en el truco, en esa mitología criolla y tiránica, es la cifra de todo mundo y de un estilo vital, que nos representa “en provisiones tiránicas, posibilidades e imposibilidades astutas, gravitan sobre todo decir”. Y desde otra óptica, Ezequiel Martínez Estrada hablando del envido, en “La cabeza de Goliat” (1940), halla en el envido “la parte misteriosa, en que se puede mentir mejor, contando con ese albur que permanece secreto en las restante cartas del mazo”. Mejor, secreto y mentira, miro mis tres esperanzas en mano.

Y me voy al mazo

Y completa Martínez Estreda las premoniciones borgianas, “-en el truco- la mentira tiene un indicio, para descubrirlo o para ocultarla más, en las cartas que van jugándose… la última carta es casi siempre un enigma; sin embargo, la intuición tiene casi el juego descubierto para penetrar en la incógnita«, cierra el ensayista, que ubica allí a la “viveza criolla” como el numen del juego que establece qué es real y qué es falso, a fuerza de un guiño. La verdad, a la marchanta.

Aún en los cuarenta, en algunos medios rurales, se escucha la vieja costumbre de cantar en verso la suerte del juego mediante coplas de cuatro estrofas, “por una loma campera/con cuchillo y con trabuco/ viene degollando un criollo/ de aquellos de flor y truco”. Hacia el nuevo siglo XX, las oleadas inmigratorias, a los lances del truco, sumarán otros juegos de cartas como el tute, tal como Homero Manzi canta en “Barrio de tango”. Ello no haría de decaer al truco, que cruzó generaciones y clases, como así también fronteras, para imponerse en su versión argentina en toda Latinoamérica, y copar este milenio en Los Ángeles con el truco-póquer. No tan alocada hermandad ya que ambos juegos basan las posibilidades de progresar en el engaño, y mantener todo el tiempo oculta la realidad.

 

 

“Todo jugador, en verdad, no hace ya más que reincidir en bazas remotas. Su juego es una repetición de juegos pasados, vale decir, de ratos de vivires pasados. Generaciones ya invisibles de criollos están como enterradas vivas en él: son él, podemos afirmar sin metáfora. Se trasluce que el tiempo es una ficción, por ese pensar. Así, desde los laberintos de cartón pintado del truco, nos hemos acercado a la metafísica: única justificación y finalidad de todos los temas”, ponía las alas invisibles Borges, de un juego que define la identidad argentina más allá de lo visible. Dicen los gringos del truco que es un entretenimiento “milenario” basado en “el cálculo matemático, la memoria, el humor y el engaño”. Y quiero retruco, Argentina.

+ info: Reglas del Truco

 

Fuentes: Páez, J. Del truquiflor a la rayuela. Panorama de los juegos y entretenimientos argentinos. Buenos Aires: CEAL. 1971; Scham, M. Juegos y pasatiempos en Cervantes. Buenos Aires: LocoRabia. 2015; Carretero, A. Vida cotidiana en Buenos Aires (1810-1864). Vol 1. Buenos Aires. Planeta. 2000

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